Why would we ever stop playing? Mis aprendizajes moderando jugando con niños
Why would we ever stop playing?
Mis aprendizajes moderando jugando con niños
Hace unas semanas me encontré ante la tarea de planear y ejecutar encuentros con un grupo especialmente retador: niños de 8 a 10 años para una prueba de producto. El reto con talentos tan pequeños quizá pueda resumirse en una frase: ¿cómo hacer que nos ayuden con nuestra investigación y no aburrirlos en el intento? Pobres niños -hay que decirlo- pasan horas sentados en la escuela obedeciendo instrucciones de adultos soporíferos que limitan, prohíben y restringen. Por-fa-vor, ellos no quieren venir a clases con “la miss” otra vez. La respuesta al reto, por tanto, es a la vez simple y divertida: con niños, recreemos un verdadero playground.
Esto no es nada nuevo. Por un lado, como analistas cualitativos expertos en técnicas proyectivas para trascender los límites de las palabras y ayudar a expresar a nuestros invitados con metáforas y comparativos, lo que no viene a la lengua de manera intuitiva. Por otro, llevamos meses desarrollando nuestra nueva filosofía Rabbit Hole[1] que ha involucrado un cambio no solo de mindset, sino logística en la planeación de guía y en la arquitectura de las salas.
Qué y cómo lo hicimos:
Sin los límites de las cámaras Gesell, los nuevos espacios metamórficos son una invitación al terreno del juego, con suficiente amplitud para colocar distintas estaciones completas (de las que pudimos correr- ¡sí correr! – de una a la otra) no solo de cata, sino de estímulos sensoriales y lúdicos: juguetes, imágenes, fotografías, objetos de distintos tamaños, grosores, olores y texturas, pizarrones en toda la sala y música en todo momento. Este approach hace valer el uso de todo el cuerpo y todos los sentidos para la reinterpretación y traducción metafórica y analógica del sentido del gusto. Así pasamos de una simple prueba de producto, a una perfecta Tasting Arena.
En cuanto a la moderación, el esfuerzo estuvo enfocado en adecuarme para potencializar la espontaneidad de los niños. En ese sentido, la clave está en tres puntos: rapport, rapport y más rapport. Especialmente en este tipo de grupos -aunque valdría la pena aclarar que en todos- parte del éxito viene en la medida en que conectemos con ellos y en eso no se debe escatimar ni tiempo, ni recursos. Dejé que ellos propusieran el tema: Fortnite, el shampoo de Yuya o la vida del supuestamente “guapítsimo” Juan de Dios Pantoja. Siempre y cuando estén presentes los objetivos, no hay porqué apresurar secciones, postergar el final, ni entrar en crisis si la plática nos desvía brevemente del tema. Tomar el debido tiempo para seguir el juego no solo no va en contra del plan, sino que es el habilitador de la afinidad y empatía necesarias para obtener participaciones voluntarias y francas que alimenten hallazgos auténticos.
Es en encuentros con niños donde me doy cuenta de las maravillas del juego. No solo es un remedio contra la aburrición, sino un método infalible para el aprendizaje, para interacciones genuinas y conexiones significativas y profundas con otros niños y con su entorno. Los niños aprenden jugando, se involucran y toman roles de manera natural y divertida. No hay por qué temerles a los grupos con niños, cuando con plena objetividad, el espíritu infantil es el verdadero aliado de la investigación. En niños tan pequeños hay una casi descarada propensión a la sinceridad que opera hasta en el más ‘educadito’ (que, con cuidado, pero sin pena te dirá cuando una opción sabe un “poquito menos peor que la que sí sabía mucho a guácala”); un espíritu de creatividad, curiosidad, espontaneidad y frescura que mucho bien nos hace inyectarle a la investigación cualitativa.
No hay que temerles… a lo que sí le temo y le huyo es a las sesiones letárgicas, donde se exprime a los invitados hasta extirparles una opinión poco menos que genuina, producto del tedio y la interrogación. Le temo a las interacciones sin sustancia, ni espacio para el diálogo informal, la recreación, o la catarsis. Porque eso sí, pobres adultos – ¡realmente pobres adultos! – que pasamos horas sentados en el transporte, en la oficina, muchas veces cumpliendo tareas monótonas e incesantes, con un anhelo de esparcimiento y ocio.
¿Por qué solo jugar con niños? Si
tras cada experiencia de juego he notado que todos (participantes, clientes y moderadores), todos salimos contentos y energizados, con learnings frescos y auténticos, producto de una interacción
empática y no de acuerdos cándidos para apurar el término de la sesión. Así las
cosas: sin duda -y sin afán creepy- he
aprendido que en cada sesión y con todo público “I wanna play a game…”.
[1] La filosofía Rabbit Hole propone planear y ejecutar cada encuentro como si nuestros invitados fueran niños de ocho años: con la misma entrega a buscar sinceridad y proactividad a través de nuestro rechazo al tedio y la interrogación. Así, lograr que nuestro punto de contacto con la gente sea siempre ameno y genuino, con hallazgos profundamente insightfuls y auténticos.